
La película On Falling nos muestra a una protagonista que parece dejarse llevar por la vida sin mucha fuerza para decidir. No lucha, no se rebela, simplemente se acomoda a lo que le toca: un trabajo vacío, relaciones superficiales y el móvil como compañía constante. Pero su pasividad no nace de la nada: es la consecuencia de una infancia sin alimento para la imaginación.
Elena Fortún lo tenía claro: los niños necesitan cuentos, fábulas, leyendas. No son solo entretenimiento, son raíces, ventanas a otros mundos, brújulas que nos enseñan a imaginar y a darle sentido a lo que vivimos. Crecer sin ellos es como crecer en un desierto: te falta sombra, te falta aire, te falta magia.
La protagonista de On Falling no tuvo esas historias. No hubo libros que la hicieran soñar, ni relatos que le enseñaran a hacerse preguntas. Así es como llega a la adultez con pocas herramientas para resistir la rutina: el trabajo se convierte en una cárcel y el móvil en un sustituto de compañía.
Educadores como Paulo Freire o pensadores como Adorno y Illich ya lo habían advertido: cuando la educación no despierta la curiosidad ni invita a pensar, nos convierte en piezas de un engranaje. Personas obedientes, conformes, incapaces de imaginar alternativas. Y eso es justo lo que vemos en la película: una mujer atrapada en una vida que no eligió, pero de la que tampoco sabe escapar.
Lo duro es que su historia no es solo la de un personaje de cine. Es el reflejo de muchas vidas de hoy. Infancias sin cuentos, sin libros, sin relatos compartidos… Adultos que caminan en piloto automático, sin sentido y con la pantalla siempre en la mano.
On Falling nos lanza una advertencia clara: si no alimentamos la imaginación desde pequeños, crecemos con un vacío que ninguna aplicación puede llenar. Porque los cuentos de la infancia no eran solo para dormir: eran, sobre todo, para despertarnos.